No siempre el erotismo ocurre bajo el manto de la noche. En esta ocasión, empecé el día mirando a Mariana comiéndose a besos a nuestra anfitriona. Tal vez sea porque la cultura pesa mucho sobre nuestros gustos eróticos, o porque las mujeres están hechas de corrientes marinas, pero pocos placeres se comparan con el deleite de ver a dos mujeres besándose en la ducha.
La historia de la regadera
Puedes escuchar la versión sonora de este relato sobre sexo entre mujeres y maridos que las miran en Spotify o en tu plataforma de podcast favorita.
Estamos en el opulento Airbnb que Red y Bull contrataron para nuestra noche juntos. Los conocimos hace más de una pandemia y alguna vez nos invitaron a su debut en el intercambio de parejas. La vida real a veces se interpone entre nosotros y la vida ideal, entonces, los planes quedaron en pausa hasta que logramos, años después, la anhelada coincidencia. Así fue como, después de un día de hamburguesas, alberca, tragos, música, fotos eróticas, besos, manoseos, juguetes, sexo oral, gritos, orgasmos, squirts y apadrinamiento ambiguo, amanecí con más necesidad que voluntad por darme un regaderazo.
Mientras trataba de identificar cuál de las dos botellas de comercio fifí era la del champú, Mariana entró a decirme que nuestros anfitriones nos invitaban a conocer la regadera doble de su habitación. Por más que me sentí tentado, decliné el ofrecimiento alegando que ya estaba en la ducha. A ver, no soy el pizzero que insiste en que la MILF pague con dinero de verdad pero, algo que me da vergüenza confesar y que, por el bien de la lógica narrativa, haré, es que me siento muy incómodo compartiendo regadera con alguien más. No sé por qué, debe ser porque el aire frío en la espalda me pone a estornudar como personaje de Alicia en el País de las Maravillas, o porque me gusta el cachondeo cuando ya estoy bañado y no con la mugre en proceso de abandonar mi cuerpo.
Pero Mariana sí fue a hacer la visita y, a los pocos minutos, escuche risas por los ductos de ventilación. La experiencia me ha enseñado que es mejor llegar tarde que ser invitado. Así que con calma terminé el baño, me acicalé y vestí. Salí del cuarto justo a tiempo. Al menos eso adivino porque en el camino me encontré a Bull corriendo hacia mí con la alegría del niño que descubrió dónde estaban escondidos los regalos de los santos reyes.
–¡Diego! –me dijo– No podía dejar que te perdieras esto. ¡Ven!
Y fui siguiendo sus pasos hasta el enorme baño de su recámara. La regadera, sin duda, había sido diseñada por alguien que soñaba con ver la escena que encontramos.
Dos figuras color carne se deslavaban apretadas en un abrazo, confundiéndose entre los chorros de agua y el vapor estrellado contra los vidrios del cancel. “Un beso, es sólo un beso” declara la canción que Sam tocaba a regañadientes cuando su patrón se ponía autoflagelante. Pero nunca es sólo un beso cuando lo hacen dos mujeres. Llámenlo, si quieren, colonización sexual, me da lo mismo, pero sirvo en las filas de los hombres comunes programados para perder el juicio con la explosión de suavidad que hay en los encuentros orales femeninos. Los labios codiciosos, las lenguas infinitas, la escultura de los senos encontrando maneras de acoplarse. El tiempo que se alarga sin reserva mientras ellas dos se beben absortas en sus propios apetitos. Dos helados de marfil derritiéndose a lamidas. Un solo fuego fatuo cantando bajo la lluvia.
Poco a poco la niebla nos va privando de la visión. Él y yo, aún tímidos y sin querer romper el encanto del magreo, comenzamos a buscar argucias contra el empañamiento. Abrir la puerta sólo un poco, hallar huecos entre las gotas del cristal, cambiar la perspectiva, perder el seso. Sobre todo perder el seso por no perder detalle. Cuando Mariana se arrodilló frente a Red para explorar con su lengua los tesoros que esconde entre las piernas, ésta notó nuestra avaricia inquieta. Sin distraerse del oficio lúbrico de dejarse hacer, buscó la mirada de su marido y con un misericorde gesto de la mano y otro gesto travieso con el rostro, limpió una parte del vidrio para dejarnos comer con los ojos un poco más del dulce que escurría dentro de la empapada vitrina.
Nadie podría adivinar que esa danza acuosa algún día terminaría. Red sentó a Mariana en una esquina, le abrió las piernas y abrevó del río revuelto sin atisbo de calma. Dedos, manos, cuerpos obsesos por hallar combinaciones adecuadas. Construir escaleras que llevan a la cima, y luego demolerlas con gemidos para empezar otra vez a construirlas. El sueño húmedo de un venturoso Sísifo.
Cambiaron los papeles. Mariana bebía y Red servía el agua. Afuera, Bull y yo éramos dos peces torpes y golpeando desesperados contra el vidrio del acuario. Adentro, la inmensidad del mar, la calma de sus corrientes y mareas, el arrullo eterno de la tempestad.
Un orgasmo llevó al otro, y éste al otro, y éste a una cadena que corría empapada sobre los cuerpos húmedos de ellas.
La mañana entera fluyó sobre sus hombros, derramándose en sus pechos repletos de delirio.
Bajó a chorros hacia las curvas de sus caderas.
Escurrió por sus muslos y siguió mojando su paso por los pies.
Cuando llegó la tarde, encontró en la regadera un paisaje cálido y vaporoso. Dos mujeres sentadas en el piso, los muslos entrelazados, las dos bocas bulliciosas, todavía palpitantes de antojos, se devoraban mutuamente manteniendo vivo el discurrir de un acueducto.
Me encantan sus relatos y me exito tanto con leerlos.
Me preguntó hasta que edad pidiera entrar en ese ambiente y bueno si mi discapacidad sea impedimento también
Dentro del ambiente hemos conocido a parejas de todas las edades. Estamos convencidos de que el momento que una pareja decida para iniciar es el momento ideal. La discapacidad, tampoco tendría por qué ser un problema
Bueno yo soy sola , tengo 50 años y tengo un problema en la cadera dónde no puedo flexionarme mucho
Me gustan sus crónicas las encuentro reales y es lo que luego pensamos pero no expresamos gracias por todo tengo 71 años y estas vivencias me atraen