Anécdotas de nuestra vida erótica
Las tardes son territorio de la añoranza. Nadie en casa y entre libro, tele y porno, sobre la ventana que da a la calle, se van acumulando minutos de espera cristalizada. Mariana va a llegar, pero no sabemos cuándo, y en lo que eso ocurrre, las paredes de la casa no tienen sentido. No hay bien ni mal en los muebles. Los adornos no tienen qué adornar. Pero Mariana llegará.
Llegará con un día sobre la espalda, una semana entera haciendo nido en los riñones y una migraña con sabor a semanas futuras. Mariana aparecerá en casa como el fantasma de Mariana, la versión pasada por cloro de la musa que los sábados sale a jugar películas de adultos por la puerta trasera de la ciudad.
Aparecerá en la puerta de la casa, con la nómina y la mochila llena de documentos, y el cierre de mes, y el vacío termo de café que se lleva lleno todas la mañanas. Se quitará la carga no bien habiendo avanzado unos metros dentro del departamento y antes de llegar de la recámara ya habrá hecho a un lado la ropa. Se tiende junto a mí en la cama y hablar es un acto de caligrafía que dejamos a los párbulos de las relaciones de pareja.
Entre mi brazo y mi pecho hay una cueva donde a ella le gusta vivir. Se arrellana ahí y cierra los ojos hasta que el día se destiñe en el negro nocturno de lo conocido. Su mano despierta y camina tímida entre los pelos de mi piel y se conecta a mi pene. Al lugar para el que fue hecha.
Los adornos de la casa, ahora, adornan. Mariana se queda dormida.