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Historias de sexo entre cuatro
Los Condes son una de nuestras parejas más estables. También me parece que son la pareja a la que conocemos desde hace más tiempo y, como no viven en la Ciudad, cualquier oportunidad para verlos resulta grata. Por eso, nos cayó bien que perdieran un vuelo y tuvieran que pasar la noche del domingo en nuestra casa. Una buena excusa para un moderado desvelo de inicio de semana. Hay una felicidad especial en follar con viejos conocidos, un punto intermedio entre la comodidad del matrimonio y la emoción de la variedad.
Llegaron de noche y dedicamos algo de tiempo a ponernos al día con las historias de sus recientes conquistas. Café, té, una cerveza. Nada sofisticado para iniciar un proceso que los cuatro teníamos claro dónde iba a terminar. De pronto, y después de un par de besos trenzados, el sillón de las sala nos quedó pequeño. Sobre todo, no nos entusiasmaba la idea de orientar, otra vez, un concierto privado de orgasmos hacia la ventana del vecino. Algo tenemos que hacer para resolver la acústica de nuestra sala. Por el momento, lo más correcto parecía llevar la sesión a la recámara.
Entrar en la habitación con ellos es recorrer un camino de pactos tácitos por los que siempre transitamos. Sacar los juguetes y dejarlos conectados. Cubrirlos con preservativos antes de que todo inicie. Colocar condones y lubricantes a la mano. Instalar la famosa bocina blanca y poner la playlist que el Conde siempre tiene preparada para esas ocasiones. Mariana se sienta sobre la cama y trabaja con la boca los genitales del visitante. La Condesa y yo, preferimos andamiajes de caricias más sutiles en el otro extremo del lecho. Subimos poco a poco la intensidad de los estímulos.
El cuerpo de esa mujer es extraordinario, y recorrerlo con las yemas de los dedos es uno de esos privilegios que ponen el cerebro a andar. Es como estar en una audición: ella tan experta, tan sensible, tan deseada. Mientras que Mariana y él se afanan el uno en el otro con total naturalidad, yo no puedo evitar pensar que en algo tengo que meter la pata. La Condesa es una gourmand sexual y yo no quiero convertirme en su platillo de siempre. Es, sin embargo, una amante generosa que vibra con deseo mientras la penetro y me habla con dulzura para conducirme por los secretos de su placer. Después de tanto tiempo, ya debería conocerlos, pero ella es mutable e incierta.
Desde el otro lado de la cama, puedo escuchar a Mariana venirse por enésima vez. Para ella, el sexo es algo que no se piensa, que se come como viene y sacia el hambre. La admiro por eso, yo no puedo sentir placer sin entenderlo. En las manos, tengo una piel como un ascua alargada, una cadera que se enciende más con cada soplido. Me gusta poder leerla y adivinar la dirección del siguiente paso. Los sonidos se entrelazan. Aquí, dos mujeres impúdicas que corren sin prisas por un jardín ancestral y travieso. Aquí, dos reinas nocturnas que han compartido mucho más que la desnudez. Aquí, una laguna de carne femenina en la que nadar parece lo correcto.
Cuando la lengua versada de la Condesa me lleva de la mano a la orilla del clímax, se detiene y me dice al oído. Estás listo para ella. Mariana está tendida bocarriba con la cabeza desbordando de la cama. El Conde, de pie, ocupa con el sexo todo el ancho de su boca. La penetro por el otro extremo, la escucho amordazar un gemido total. No son muchos los embates. La imagen de mi esposa comiendo genitales me deshebra por completo. Solo tres, o quizá cuatro. La Condesa tenía razón. Yo estaba casi listo.
Poco tiempo después, él termina sobre ella.
Los cuatro nos tiramos haraganes sobre la cama. Somos una alegoría de vicio. En unas horas más caerá el lunes y habrá tiempo de volver a las virtudes.