Un momento de trance en Burning Night
Había mucho que decir de Burning Night, la fiesta swinger que armaron Sex Whispers y Team GDL en Guadalajara. Elegí hablar de unos efímeros minutos.
****
Puedes escuchar la versión sonora de este post sobre Burning Night (Fiesta Swinger) en Spotify:
Llegó de pronto. La noche ya estaba inflamada. Las figuras fantásticas de la fiesta pululaban impúdicas como luciérnagas en un frasco. No supe qué hice para merecerlo. Había un humo denso alrededor que velaba y develaba las siluetas de los asistentes. Un figura de mujer era cubierta por la bruma y luego aparecía otra para perderse nuevamente en la multitud. Lo mismo ocurría con todas las visiones sensuales de cuerpos en movimiento. Algo onírico había en ese juego sádico de desnudez apenas protegida, de sombras furtivas, de carne luminosa e intermitente. Hay noches libertinas que son como la pesca; uno simplemente disfruta del paisaje, del aire y del clima… y espera.
En el centro del remolino se está está inmóvil salvo por el ligero vaivén de mi cuerpo queriendo acompasarse torpemente con la música. Apareció ella y pasó sus labios por mi boca. Pensé que era un gesto de cortesía, una forma amable de reconocer mi presencia en su camino, pero el roce se mantuvo un poco más tiempo, como para disipar mis dudas. El beso era una flecha enviada por una ninfa que, otro día, defendió las murallas de Troya y hoy, sin preámbulo ni empacho, me abría la puerta de sus labios.
Mordí un anzuelo terso y lleno de vida, una boca entrenada por mil besos que pasaron por ahí antes que yo. Sentí su carne fresca palpitar en ese súbito bocado. Tuve hambre. Tuve sed. Tuve un delicioso síndrome de impostor que se desvaneció la primera vez que su rostro se alejó del mío sólo para repetir el ataque. Después, un descenso inapelable. Volver a definir la frase: caerse de boca.
La boca, esa caverna misteriosa con la que descubrimos el mundo. La boca cuando aprendiste sobre el sabor de la tierra de las macetas. La boca con la que derretiste a tus padres con tu primera palabra. La boca que te rompieron de un revés con la primera grosería que espetaste. La boca que dejó una marca en cuello de otra persona en un cine una tarde de viernes. La boca con la que te despediste de alguien a quien no volverías a ver nunca. La boca con la que aprendiste, casi por la fuerza, a hablar en otro idioma. La boca con la que se rompe el corazón. La boca sorprendida de tu primera stout. La boca de la frase impertinente que hizo a todos estallar en carcajadas y a uno, apretar los dientes. La boca seca de la cruda intransigente. La boca que corrió a abrazar a un plato de espagueti y milanesa porque pensó que nunca más se encontraría con uno como él. La boca de berrear una canción de Calamaro para evocar tiempos dorados y un pasado mejor. La boca del aullido de felicidad y la boca del rugido de dolor. La boca, esa boca que ha viajado a tantas partes de tantos cuerpos y que, esa noche, supo que no ha perdido su capacidad de asombro.
Había, una tranquilidad extraordinaria, en ese encuentro, un dejar hacer a los labios lo que los labios saben hacer. Era como si dos desconocidos se toparan en un parque, soltaran las correas de sus perros y permitieran a éstos juguetear con libertad. Un momento de esos en que la felicidad. simplemente, llueve sobre nosotros. Labios, dientes y lenguas se descubrían entre azoro y familiaridad. Estas eran dos bocas que se sentían bien la una con la otra; que se alegraban tanto de haberse conocido. Estas eran dos fuentes silvestres que fluían tomadas de la mano. Era el relato brevísimo de un respiro de aire fresco en forma de saliva.
Las manos pronto se sintieron celosas, y quisieron ellas también salir a encontrar nuevos caminos de piel. Pero eran tímidas. Subían un poco por la pierna y se deleitaban en un muslo imperturbable. Tal vez tocaban lo largo de un cuello, una cara, el pelo.
Como si estuvieran muy lejos, llegaban ecos de percusiones electrónicas, de imágenes lúdicas de cuerpos enganchados, de Mariana absorta en sus propios juegos hedonistas. El delirio está en la falta o en el exceso, pero esta vez, las toxinas del deseo caían sobre la mente en proporciones perfectas. Besar era la visita guiada a un templo de acuosas impresiones. Mi viaje comenzaba con el primer hombre que besó el suelo al sentirse seguro luego de un naufragio.
Son dos autobuses en direcciones opuestas que comparten la noche. Sus luces se encuentran en la distancia. Se mezclan la una con la otra. Se intercambian caricas y se revuelven en un sólo río luminoso. La fuerza de los motores los acerca y el brillo es cada segundo más intenso. Una enorme recta de asfalto en la negrura los mira derrochando sus haces y revolviéndolos. Más cerca y más cerca. Cadenas de fotones disparados frenéticamente desde cada extremo sobre un vivo reflejo que tampoco perdona la distancia. El borbotón de rayos mana mientras ambos vehículos se apresuran al punto de encuentro. Se cruzan. Luego nada. Los autobuses pasan uno junto a otro en medio del paisaje oscuro y se lleva cada uno sus luces para iluminar otros destinos. Lo que dejan detrás es una estela de noche.
Sus labios sueltan los míos. Mi lengua deja el sitio que había encontrado entre sus dientes. La piel está alerta y la boca adormilada. Las toxinas del deseo han derramado, finalmente, el vaso. Algo le digo en el oído pero a mis palabras las amordaza el ruido de la fiesta. De todas formas, ya no importa. Ella se llevará sus besos para iluminar otros destinos. Yo camino de vuelta a casa. Habrá, así lo anhelo, otra noche en que mis labios vuelvan a cruzarse en su camino. Habrá otras noches, me lo repito otra vez, para empezar a creerlo.