Yo no la veo, pero Mariana dice que está aquí y yo le creo. Es morena y alta. Como tengo los ojos vendados no puedo sino imaginarla. Mariana me describe su mirada cuando ve mi pene erecto. Setimiento amfibio entre la verguenza y el orgullo. Estoy vulnerable, pero eso me gusta. Me gusta meterme en callejones oscuros. Me gusta la soledad entre las multitudes. Me gusta la inseguridad de las ciudades sin mapas. Y estoy desnudo, a merced de voluntades fuera de mi control. Mariana me dice que su invitada quiere tocarlo. Quiero decir que sí, pero me han prohibido hablar y entonces no tengo sino disfrutar la mano que me ase con firmeza y luego se retira. Quiero decirle que se quede ahí. No puedo. Oigo los murmullos, adivino complicidad. Mariana me dice que le gusta su cuerpo. Es gracioso que la describa para mí como si ella no estuviera. Pero está, yo sé que la escucha y la imagino reaccionando a los comentarios de mi mujer. Me dice: “No podrías imaginar su edad, pero sus senos te gustarían. No lleva brassiere”. Desnudo y acostado, las manos a los costados y sólo puedo tocar lo poco que me permiten. Casi siempre Mariana. Me miran o me entero de que me miran con deseo. Ahora me habla de sus labios, de la sensación adictiva de besarla. Me habla de su lengua y de cómo supone que la está exitando. Me toco, y siento una mano que detiene la mía. Alguien me masturba y no puedo distinguir quien lo hace. “¿Te gusta?” Respondo que sí. Pregunto cómo está vestida. La voz de Mariana, siempre la voz de Mariana. “Blusa blanca de tirantes, se le marcan los pezones” Se escucha una risa entre avergonzada y cínica. “Supongo que los tiene oscuros” Mariana sabe que me gustan los pezones oscuros y yo no puedo disimular, pese a la venda, la lascivia de mis ojos. Viste jeans, y a mi mujer le gusta mucho su cintura, y no pierde detalle en describir la forma en que los desabrocha para develar la tanga blanca, y bajo ella, la tupida maraña de pelo. Le toca el pubis. Se hablan y no logro decodificar lo que dicen, pero los murmullos se confunden con gemidos. Algunos los reconozco, otros no.
Ellas se van a desvestir. Van a descubrirse frente a frente y a elogiarse mutuamente. Van a olvidar por un rato al juguete que tienen desnundo y acostado junto a ellas, que tendrà que conformarse con su imaginación y su propio tacto. Van a lamerse y a meterse cada una entre las piernas de la otra. Van a exitarse hasta que los sonidos de un orgasmo que no me es familiar inunden el cuarto. Risas. Ruidos de besos y otra vez la voz que me sirve de guía, la mano de la visita que frota y me mete dentro del cuerpo de Mariana. Mis manos por su cuerpo que, cada tanto, se cruzan con las de la mujer morena de edad no identificable. Unos pezones duros y oscuros que se me posan abusivos sobre los labios para luego volar a otros destinos. Supongo que a la boca de mi amante.
Mariana cabalga sobre mi y me dice que la mujer se ha levantado. Que ha puesto un pie sobre el buró y mientras nos mira follar se masturba. Sé que es cierto. Puedo escucharla claramente y me imagino las miradas cruzadas. Las sonrisas mutuas. Las invitaciones implicadas. De cuando en cuando la siento estirarse para alcanzar a la invitada y tocarla o besarla. De vez en cuando me trae con los dedos el aroma de un coño ajeno y lleno de hormonas. Luego los gritos. El conocido epílogo de msi noches y mi recámara. Luego los besos. Por primera vez la boca de la visita cerca de mis labios y vaciarme donde más le gusta, entre las piernas, con los muslos bien enredados en mis costados.
Tampoco entonces pude quitarme la venda. Mariana la acompañó a la puerta y la despidió. Si la encuentro en la calle, ella sabrá que me ha visto desnudo, que me ha masturbado, que estuvo frente a mí cuando el orgasmo y yo no tendré ni idea de quién es.
Imagen: Vía: Pequeños Delitos
Una locura que hizo mojarme
nunca he estado con ninguna mujer pero Marina no lo hace tan simple sencillo y caliente que dan ganas de sumergirse en esa vorágine de sensaciones