Procuré llegar temprano a casa y cocinar, pero a Mariana no hay manera de sorprenderla, y cuando regresé del super con las manos llenas de viandas me la encontré en la puerta del departamento.
“Salí más temprano porque hoy tenemos una cita”
“Bien, entonces, métete a bañar en lo que yo arreglo esto”
Tuve tiempo de meter un Asti y dos copas de flauta al congelador. La comida, afortunadamente, no fue difícil y la casa estaba toda llena de velitas cuando Mariana salió con un vestido negro de esos que me encantan porque se pueden quitar con un sólo movimiento si tiras de la cinta de la cintura. El escote era amplio y dejaba ver los encajes del corsé color vino que me tuvo hipnotizado toda la cena.
Comimos y platicamos, bailamos cancíones demasiado lentas para bailar, y nos besamos en un departamento que poco a poco perdía el protagonizmo de lo cotidiano. Llevé la música y lo que quedaba del vino espumoso a la recámara. Mariana llevó sus ganas de mostrarse, y sin dejar que sus labios se alejaran demasiado de mí, se movía para provocarme y enseñarme cada vez menos vestido más Mariana.
Me recargué a mirarla y pensé en lo que estarían haciendo en ese momento todas las personas del mundo. Sentí lástima por ellas. Me dejé llevar por el corsé color vino que ceñía la forma de mi mujer, el contenedor del lugar más seguro de la tierra.
La tela negra del vestido perdió su significado cuando llegó al suelo. No había pantaletas que cubrieran el recién rasurado sexo. Las líneas del liguero marcaban en la penumbra la frontera entre el aire y la piel. El último trago el la botella y frente a mí, las medias negras, los encajes, las varillas y la seda me recordaron que el banquete apenas comenzaba. Mariana ya era un lujoso postre extendido en la orilla, entre la cama y el inicio del fin de semana.
Adoro ser invitada a una cena con velitas como la que describís.