En esta historia no hay nada fuera de lo común: sólo un marido mirón en una orgía. También está la mujer a quién ama, un grupo de amigos sin ropa, un invitado también desnudo, una alberca dentro de una habitación de hotel, un espejo encantado y un viaje al centro del abajo firmante. Nada que no se haya publicado antes, pero es un relato sobre voyerismo y sexo en grupo, así que podría gustarles.
El voyerista del espejo
Puedes escuchar la versión sonora de este relato sobre voyerismo y sexo en grupo en Spotify o en tu plataforma de podcasts favorita.
Mi memoria se compone de imágenes aisladas. Difícilmente puedo retener los puentes que hay entre una imagen y la que sigue, o las emociones que me producen éstas. Por eso es que, algunas veces, recuerdo haber disfrutado algo que, según me cuentan, padecí. Sucede que en mi cabeza se queda almacenada una foto fija y al volver a ella la interpreto a la luz de ojos y experiencias nuevas sin el contexto de la historia original. Tampoco soy muy bueno evocando olores y sabores. Sonidos, sí. Texturas, tal vez. La línea de una espalda de mujer saliendo del agua.
Escoptofilia, lo llaman los académicos del sexo. Ver es la forma más pura que tengo de participar en cualquier encuentro sexual. Quizá, el único momento en el que puedo apagar por completo la cabeza y dejarme ir en marejadas de recuerdos que se almacenarán individualmente en los recovecos de mi memoria. Mariana arqueada, con los senos inflados en placer, las rodillas abiertas sobre las sábanas.
Hay un acierto pecaminoso en la Pool Party Suite del V Motel de Viaducto. Dos camas, nada ideales para dormir, están contenidas en sendos cubículos aislados del resto de la habitación por espejos unidireccionales. Desde el interior de los minúsculos recintos se puede ver lo que pasa en la alberca y en la barra, pero las camas y sus secretos permanecen, detrás del reflejo, ocultos para las personas que siguen en la fiesta. Su boca entreabierta, hambrienta, disponible; y su cuello que se alarga buscando algo para devorar.
Sin embargo, el espejo no es perfecto. O sí lo es. Nunca mejor aplicada la frase: todo depende del cristal con que se mire. Desde algunos ángulos, o con la iluminación adecuada, la realidad encerrada en los cubículos asoma tímida y clandestina. Su torso es un lienzo blanco; detrás de ella, una sombra se apodera de la luz que emana por la piel; un subir y bajar rítmico.
Aún mejor, si uno se acerca, pega la cara al vidrio y hace una cueva con las manos alrededor de los ojos, el espectáculo se revela por completo. Se trata de un gesto simple y lleno de significado. La misma estrategia que aprendimos de niños para descubrir, desde la ventana, lo que las noches lluviosas ocultaban en la calle. En esos tiempos, rara vez veíamos algo, pero cuando lo hacíamos, era sorprendente. Una imagen más en mi caja de recuerdos. Su piel blanca tendida como queriendo secarse al sol. Sus manos inquietas encontrando formas, temperaturas, firmezas y humedades.
Los sonidos de Mariana ya habían llegado a buscarme hasta el remoto rincón de la alberca en que esperaba que pasara la nube negra que, por unos minutos, me atacó el pensamiento. Desperté del sopor de la nostalgia adivinando con el oído lo que habría del otro lado del espejo. Sus extremidades son cuatro poderes que la sostienen mientras lanza la cadera hacia atrás golpeando la pelvis de un hombre. La luz del flash de un teléfono parece luciérnaga borracha.
Decir que los gemidos de Mariana son cantos de sirena que me absorben es un lugar común que prefiero omitir. Pero igual caminé hacia ellos con el oído atento a esa melodía en la que hace más de una vida encontré mi hogar. Salí hechizado del agua emergiendo por unas escaleras rojas que desembocan en el espejo encantado. Me incliné hacia él en una posición tan práctica como ridícula. Espejo, espejito mágico. ¿Quién es la más hermosa del reino? Y me asomé a su interior. Me respondió una visión desde la profundidad del mercurio. Era una ninfa imprudente cabalgando a un hombre entre un bosque de caricias. Era un rostro perdido en éxtasis pirómano. Era una madeja de carne blanca y vibrante exudando orgasmos en destellos.
Encorvado y forzando la vista traté de absorber lo más posible el torrente visual que manaba desde adentro. El privilegio del voyeur es la absoluta irresponsabilidad; colmarse de estímulos sin tener que devolver nada al espejo. No puedo, como ya he dicho, conservar en su totalidad las imágenes de lo ocurrido. Cada una de ellas es una fruta que no me es dado comer. Mañana me quedará una sola en la memoria, pero será firme y vendrá a mí cuando la necesite. Por eso, tuve que elegir con cuidado, en la cornucopia efímera y desbordada, una manzana para devorar con el recuerdo, una mordida embrujada que pudiera después evocar entre mis sueños.
Es ella, Mariana, la mujer blanca que algunas veces es espuma y otras se convierte en vapor de agua. Se eleva volátil desde un cuerpo masculino y terrenal que la clava al horizonte para no dejarla escapar. Su piel recibe agradecida el golpeteo de unos látigos que diligentemente operan un par de criaturas desnudas y sedientas. Ella se mueve como un pistón acelerado. Cada vez que baja se le escucha perder el juicio, y cuando sube parece que fuera a elevarse. El vapor es cada vez más caliente y el aliento, más escaso. Su piel podría romperse inflamada de placer. La lujuria también aumenta la presión cuando sube su temperatura y no hay sistema que resista para siempre. Finalmente estalla. El movimiento se detiene en un grito largo como el de las teteras cuando avisan que se vienen. El vapor se vuelve agua y Mariana se condensa exhausta sobre el pecho un hombre que la abraza.