Más y más ventajas de ser swinger
¿Qué tan buenos son ustedes para eso de los amores platónicos? Yo, el más ducho. Al menos así era antes de adentrarme en esto de las relaciones no del todo monógamas. Tal vez, en mis buenas épocas fui un Ferrari del enamoramiento. Podía ir de la calma total a difunto por flechazo en tan solo un guiño o una brillante sonrisa mal intencionada. Cada semana conocía a la mujer de mi vida y cada semana perdía el sueño por estar organizando in mente mil posiciones de obscena manufactura. De pronto era un escote. De pronto, un perfil angulado. Casi siempre, una actitud luminosa, es decir, esa cierta coquetería con la que nacen algunas alevosas que están destinadas a nunca fijarse en tipos como yo. Sobra decir que, aunque perito en enamorarme, siempre fui más bien discapacitado a la hora de enamorar.
Conforme el adultismo fue apoderándose de mi psique y de mis rodillas, aprendí a resignarme y a trabajar más en mi relación de pareja. Asumía mis constantes embelesos como asumo mis alergias, como algo que no se marcha nunca pero con lo que se puede seguir siendo moderadamente funcional. Y así, entre un experimento erótico y otro dimos Mariana y yo con el swing en donde fundamos nuestra aldea. Ocurrió, entonces, el milagro que me curaría para siempre. El enamoramiento no es sino el hambre de devorar un platillo suculento que sólo podemos admirar a través de una vitrina. Un antojo en superlativo. La monogamia es buena para estimular tal estado, y quienes viven en ella aprenden o a mentir o a suprimir (que es otra forma de mentir). El punto es que, una vez sin el yugo de la exclusividad sexual pude, al probar otros besos, admirar los labios que los producían en una escala mucho más realista. Ni muy muy, ni tan tan. Se hizo posible fantasear con mujeres sin tener que ubicarlas en el centro de todos mis pensamientos.
Más allá de eso, y de la separación entre sexo y amor de la que puede hablar cualquier libertino moderno, encontré en el lifestyle un valor agregado encantador: la posibilidad de revisitar mis apetitos de antaño y de reconciliarme con las fantasías de todas las chicas a las que tuve que mirar ansioso desde la barrera. Había, por ejemplo, en mi adolescencia una cierta porrista de muslos morenos y definitivos. No recuerdo de ella más que eso, pero la imagen de esas piernas no había querido soltarme hasta que, hace poco y en una cama matrimonial, recorrí con las manos otras piernas idénticas que, por acrobacia mental, lograron removerme la urticaria de las primeras.
En alemán le llaman doppelgänger a alguien que, sin compartir lazos consanguíneos, es extraordinariamente parecido a una persona que está viva. Mis lascivos recuerdos están más que vivos, los referentes que los inspiran, probablemente también pero no importa. En las jornadas de sexo grupal en las que Mariana y yo nos aplicamos desde que iniciamos en el swinging, hemos conocido infinidad de personas, muchas de ellas, idénticas (al menos en mi memoria) a quienes inspiraron tantas de mis despobladas noches de manos mojadas. La hermana de mi mejor amigo tiene una doppelgänger en el medio a quien vemos con frecuencia y con la que comúnmente departimos en largas sesiones de besos y caricias atrevidas. Cuando eso sucede, corro con mi yo del pasado a decirle: “Ni te imaginas con quién vas a coger hoy”.
Ese yo del pasado está vuelto loco porque cada poco tiempo le llevo una nueva sorpresa, pero no es sólo él quien se regocija. También yo, el del presente soy mucho más feliz. Empecé a acostumbrarme a no codiciar esas mujeres vainilla con las que me topo constantemente en lo cotidiano. ¿Que si me gustan todavía? ¡Claro! Quizá me descarrilan con la misma intensidad con las que lo hacían cuando tenía veinte años. Pero ya no me torturan. Ahora sé con certeza que, doblando la esquina, dentro de este mundo que es tan mío y tan de Mariana, hay otra mirada igual, otra cintura como esa, otra curva mortal para iniciar otra cadera equivalentemente peligrosa. Ahora sé que entre labios como esos, sí hay espacio para tipos como yo.
Necesitamos una chica para trio