- Cumpleaños erótico
- El Pistache, hotel boutique
- La Cofradía del Orgasmo Perpetuo
- Orgías bajo el agua
Cumpleaños erótico en El Pistache
No hay plazo que no se cumpla. Y así, la pequeña con la que vivo desde hace más vida que tiempo, cumplió sus primeros cuarenta añitos. Gracias a que el lifestyle nos ha permitido cosechar muchos y grandiosos amigos, el asunto de la celebración fue más intenso que el jubileo de la reina. Hubo fiesta civil, por supuesto, pero sin pastel ni mañanitas, porque la señora quiso reservar la grandilocuencia para la vida real que, claro está, no es la vainilla.
Así que nos encaminamos al Pistache, esa guarida morelense que ha visto tanto de nuestra historia, para que la reina festejara como Dios manda: en pelotas, rodeada de gente querida y sin asomo de preocupaciones. Ese lugar es así, relajado y encantador como un colchón de plumas que arropa aventuras clandestinas. ¿Qué se le puede pedir a un sitio que hace mucho tiempo hicimos nuestra casa? Nada, y de todas maneras, nos sigue dando.
La cama estaba decorada con letras de bienvenida que felicitaban a Mariana. Sonreímos de placer y nos apresuramos a darnos un regaderazo para sacudir el sudor del viaje y bajar al jacuzzi. Los huéspedes reincidentes sabemos que ahí está el núcleo social-sensual, por eso aprovechamos el camino empedrado entre vegetaciones diversas para ir olvidando paulatinamente que venimos de otro mundo; de una ciudad congestionada, seductora pero egoísta, aficionada a llenar las venas de un humo caliente y denso que, de vez en vez, hay que vaciar si no quiere uno morir petrificado.
Pero en el jacuzzi hay sol. Hay cerveza fría. Hay meseras atentas. Hay estar desnudos mientras vemos pasar otros cuerpos evaluando si podrían estar en nuestro menú de la noche. Poco a poco y esquivando las vicisitudes de la carretera, llegaron los miembros de nuestra cofradía dando forma al sábado ideal que teníamos en la mente. Es difícil explicar a quien mira desde fuera a la comunidad swinger, el placer genuino que da encontrarse con amigos de estos. No es sólo la certeza de que los labios y las manos se ocuparán en lúdicos recorridos (que sí), tiene que ver también con encontrar un centro, con pertenecer, con vincularse a otros seres humanos completamente diferentes y que, sin embargo, tienen tanto de propios. Es como un quitarse los zapatos al llegar a casa. Es como un estar en el lugar correcto.
De las habitaciones disponibles en el hotel, siete eran para nuestros amigos y otras siete, para universos por descubrir. Los Médici se encargaron de traer una piñata. Los Pistaches se cuidaron de que hubiera pastel de quinceañera. Y los huéspedes hicieron todo por vibrar el día y la noche con fiesta y buenos deseos. Así que después de cenar pudimos fácilmente volver a entrar en el jacuzzi para ir a conocer de otra manera a la gente nueva y recorrer también los confortables recovecos de la gente conocida. Pudimos libremente dejarnos conducir por las ganas de jugar entre cuerpos, gemidos y jaleos de otros que, de igual manera, vivían un paréntesis vacunado contra ansiedades urbanas. Unas veces, Mariana y yo nos encontrábamos en el centro de la tormenta para darnos besos rituales de esos que nos mantienen unidos aunque, otras veces, triscáramos en direcciones opuestas buscando emociones para coleccionar.
Los recuerdos que tengo de esa noche de diciembre, son borrones de pintura, notas más sensoriales que visuales. Puedo aún evocar sobre la piel los hormigueos de mis expediciones y revivir los sonidos calientes de mi Mariana cuando la descubría perdida en medio de un surtido de pieles y de orgasmos. Tengo en la boca todavía un poco de ese sabor a quiero más que dejaron los labios de mujeres que sólo vinieron fortuitamente unos instantes a posarse sobre mí para luego continuar su vuelo errático y nocturno. Y después, el agotamiento luminoso con que mi mujer me pide que la lleve a dormir porque ya tuvo suficiente de su fiesta de cumpleaños.
Hola megustaria conocer ese pequeño paraiso