Anécdotas de playrooms
Mariana se había extendido sobre la cama central del playroom. Se quedó en tacones, medias y liguero. Ella no lo sabe, pero ese look me trae de vuelta los calores de la primera pubertad. Las páginas de chistes de Playboy traían unas viñetas de Neiman Femlin con mujeres que, pícaramente, lucían de esa forma. Tendida sobre la sábana blanca, me recuerda esas primeras exploraciones al porno, me emociona, y me hace sonreír. Estábamos solos. Decidimos adelantarnos a un cuarto oscuro porque no habíamos tenido mucho éxito ligando a pesar de que Libido estaba a reventar. En esos casos, nos gusta confiar más en los gestos y en las caricias, en el indiscreto ritual de ser vistos y servir, nosotros mismos, como una invitación cinética.
Aún no había nadie, por eso, tomar la cama del centro se convertía en una apuesta de esas que se hacen siempre que no hay posibilidad de perder. Ocupar el sitio más amplio, podría resultar en dejar espacio para que otros se acercaran. De no ocurrir así, la cama nos garantizaba el espacio más cómodo, y por lo tanto, el más divertido. Deje a un lado la sotana que constituía todo mi disfraz, y que seguramente no se apuntaba como uno de los favoritos en el concurso, y me quité el resto de la ropa. Me senté junto a ella. Comencé a acariciarla descubriendo, como si fuera la primera vez, la suavidad antinatural de su piel. Hay un erotismo extraño en recorrer los mismos caminos y encontrarlos distintos a la última vez. La vida matrimonial, no da muchas oportunidades para jugar a descubrir, pero los entornos alejados de la recámara, tienen por curioso efecto, la facultad de enseñarnos lo que ya sabíamos de manera que lo aprendemos nuevamente.
Ella se eriza pronto, me deja hacer y se transforma en un tipo de amante que no aparece comúnmente. Es sumisa y generosa. Se acopla fácilmente a mis abrazos, a mis embates, a mis exploraciones. Cierra los ojos y abre la boca. Los besos son largos. Los gemidos intensos. Me regodeo en el placer de poderla leer y de llevarla por placenteros caminos.
Íbamos ahora por el tercero o cuarto de sus orgasmos. Ella estaba ahora en cuatro puntos y yo la penetraba desde atrás. Alguien se asomó por primera vez al playroom. Un hombre con traje de escocés. Hizo contacto visual conmigo como pidiendo permiso. Mariana tenía la cabeza hacia abajo y no lo vio, o no lo quiso ver. Él se acercó y se sentó en la orilla de la cama. Hombres sin mujeres que los acompañen son un asunto muy raro, considerando que el sitio es exclusivo para parejas. Hombres desatendidos, les dice Mariana. Supongo que ella lo sintió cerca. Su reacción es no reaccionar. Sigue sintiéndome tras ella, jadeando y meciéndose como si estuviéramos aislados. Esconde la cara para no comprometerse, para mantener las posibilidades en el filo. Mariana es una especie de queso en una ratonera. Ni invita, ni niega. Es. Sólo es.
Primero, una mano indecisa se coloca sobre su espalda. Ella sigue sin dar acuse de recibo, pero yo puedo sentir una contracción que revela que el contacto la excita. Nunca se va a resolver en favor de un “hombre desatendido”; el principio la irrita. Pero en ese momento, nada la evita de utilizar al objeto que ahora la toca con tacto humano, para potenciar su placer. Está muy caliente, y una mano más sobre su cuerpo es una excusa para seguir ascendiendo en la escala de su gozo. La mano recorre la espalda y sujeta con firmeza la nalga de mi mujer. Todo lo que no está prohibido, está permitido, así lo entiende el escocés, que ahora se aventura por más territorios, el brazo, el seno, la mano. Mariana sigue perdida dejándose follar por mí y permitiendo que el desconocido de excite con su imagen lasciva y con la posibilidad de descubrirla. Toma a mi mujer de la mano, y aprovechando un momento en que ella dobla los brazos para recargar el peso sobre sus hombros, la invita con el gesto a meterla bajo su kilt.
Puedo verla apretar oculta bajo la tela a cuadros. Es misteriosa la forma en la que operan ciertos mecanismo, la idea de un pene cerca de ella hace que me tenga que concentrar mucho para evitar una pico peligroso en mi nivel de excitación. No se cómo lo logro pero me contengo. Ella no y deja escapar uno de esos grito que reconozco como orgasmos galopantes. Se rinde por completo sobre la cama, está tendida de espaldas y yo junto a ella, y él del otro lado. La acariciamos entre los dos. Mariana está procesando los restos de clímax que quedaron sobre su piel, y las manos que la recorren ayudan al proceso. Sin más, el hombre se acerca a su oído y le pregunta algo. No se que fue, pero lo supongo porque inmediatamente él saca un condón de algún lugar de su disfraz. Mariana ya no está excitada, pero el mismo estímulo que le impediría caminar si lo intentara, también la priva de decir lo que quiere por cuenta propia. Necesita un intérprete. Me jala hacia sí, y con la respiración cortada me dice que diga que no, que despida a nuestro invitado.
Así lo hago. El hombre sale del playroom y puedo ver ahora que ya hay más parejas alrededor.
Hacía tiempo que no os leía (me quedaba en el sicalipsis ah ah ah) pero hoy tenía necesidad de un buen relato y a fe que lo he encontrado. Maravillosamente escrito, una expresión encantadora (hombres desatendidos) y un final apoteósico. Me alegra volver a estrechar otro nudo en nuestra amistad. Besos
j
Sinceramente creo que Mariana no existe y que eres solo un escritor con algo de imaginación…
Un inspirado momento… La prosa de un relato siempre me deja un buen sabor de boca, me fascina el desarmar una experiencia y compartirla… Gracias